Exigir siempre debe ser un acto de amor y para educar tendremos que exigir con amor.
Exigir y poner límites es una tarea realmente difícil para padres y educadores. En primer lugar, porque no existe una regla determinada que defina qué está bien y qué está mal. Los padres y los educadores diariamente se enfrentan al conflicto de imponer prohibiciones, dar permisos y aplicar castigos, y siempre tienen el temor de si fueron muy severos o fueron muy permisivos. Nadie quiere ser autoritario, ni tampoco llegar a la dejadez.
Así tenemos en la educación dos posturas extremas que ninguna es adecuada: la sobreprotección y la permisividad.
Los padres sobreprotectores limitan a sus hijos en su desarrollo. Es importante que los niños y jóvenes aprendan a equivocarse y a asumir las consecuencias de sus actos. Esto lo vemos cuando los padres se involucran demasiado en las responsabilidades de sus hijos y prácticamente le allanan el camino para que “no pasen trabajo”. No se puede exigir el éxito sin esfuerzo, hay que enseñarles el camino y dejar que lo transiten. Basta con verlos andar, y aunque tengamos el deseo de intervenir para hacerles más ligero el paso, hay que detenerse y solamente alentarlos a seguir.
En otro extremo está el padre o educador permisivo o que primero dice no y después cede ante la presión del hijo o estudiante. Esta dejadez o falta de coherencia deja al niño o joven sin rumbo. Los hijos y los estudiantes necesitan tener límites estables y referentes para actuar.
Definitivamente, siempre habrá un margen de error en las medidas que tomemos, pero es importante que siempre seamos coherentes con lo que decimos, con lo que exigimos y con las acciones que tomemos.
No tengamos miedo exigir con amor, porque para educar se necesita exigir.